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Lola

  • Foto del escritor: Mery
    Mery
  • 12 oct 2018
  • 3 Min. de lectura

Lola. Ella tan joven y con tantas aventuras que contar. Su madre era de Nigeria y su padre del sur de España. De esa historia de amor surgió ella, pero vivir en Africa no es fácil y junto a su padre tuvo que dejar a su madre allí donde una enfermedad se la llevo demasiado rápido. Se mudaron a Granada para poder tener una vida sin problemas.


Con tan solo diez años y la ausencia de su madre, Lola se hizo fuerte.


Cuidó a su padre que cayó también enfermó a los dos días de que celebrarán juntos su decimonoveno cumpleaños. Lo hizo hasta que su corazón dejo de bombear y con una mirada de ojos azules, cómo la que ella tenía, dijo adiós. Lola le dio la fuerza que pudo hasta el final.



Lola se vio en un mundo de locura sola, sin apenas amigos, lidiando con las malas palabras que muchos le lanzaban por su origen, sin familia...



Su padre tenía una pequeña casita con un jardín muy descuidado y lleno de maleza que le había dejado en herencia a ella. Un día, pasado tres meses desde que se quedó huérfana, decidió arreglar todo aquello. Caminó durante una hora hacia un vivero donde compró semillas, tierra, plantas, flores y abono. Cargada cómo pudo dejo todo aquello en medio del horrendo jardín. Se puso sus botas de goma en color verde, los pantalones más viejos que tenía, una camiseta anudada al ombligo de color blanco y los guantes que encontró trasteando en el garaje. Rastrillo en mano, pala y tijeras de podar comenzó limpiando, plantando y sembrando. Con paciencia, escuchando la banda sonora que los pájaros deleitaban acercándose a ver que hacía y con un buen ritmo, en dos días tenía un jardín preparado para que fuera el más bonito de la primavera. Y así fue. En Mayo las flores comenzaron a salir bellas, coloridas y creando una armonía de colores preciosa. De pronto ver aquello le creaba una calma que jamás había conseguido tener en todos esos años. Ya no se sentía sola. Tenía un jardín lleno de amigas silenciosas que escuchaban lo que ella necesitaba contar y que por fin llenaban todos los huecos que las enfermedades, él hambre en su infancia, la violencia, las malas palabras, las burlas, los gestos feos, la tristeza y la agonía le había acompañado todos estos años de su vida dejando distintos vacíos.


De pronto sintió que la felicidad se puede encontrar en cualquier sitio siempre que uno busque aquello que realmente le hace feliz. Aquellas flores ayudaron a que no cayera en un agujero hondo del que sería difícil salir si así fuera. Ese olor que todas ellas desprendían era la energía que Lola necesitaba para poder seguir ese camino que su padre un día le enseño cuando dejaron Africa. Ese lugar que en ocasiones echaba de menos a pesar de que la vida allí no es fácil.


Una noche en el final de la primavera cuando muchas de sus amigas comenzaban a irse para quizá dar paso a una nueva flor en el próximo año. Lola se sentó en la mecedora de mimbre que su padre le regalo cuando cumplió los quince años. Hace unas semanas que había comprado un bote de pintura blanca y la había pintado dándole un aspecto más nuevo. Sentada con una limonada en la mano y viendo el cielo cubierto por un manto de estrellas pensó que ya había llegado el momento en que su corazón le dijera que debía volver a Nigeria. Allí tenía dos tías, o eso creía y tres primas de las cuales una de ellas había encontrado a través de Facebook.


Tenía que volver. Su mente, miedosa, le decía que no. Su corazón valiente que si. Por eso en el mes de octubre, dejando pasar todo el calor veraniego, cogió un avión pequeño una mañana rumbo a su país. Donde nació, vivió su infancia con mucha dificulta, donde parte de su familia seguía allí. Mirando por la ventanilla de aquel vuelo observó como dejaba España atrás durante un tiempo indefinido y como Africa le daba de nuevo la bienvenida


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